viernes, marzo 30, 2007

Sobre el tiempo, el ritmo y el montaje (Tarkovski)

Fragmentos de "Esculpir en el tiempo", de Andrei Tarkovski

Atención: Los textos que deben ser leídos obligatoriamente para el día 9 de abril son los que se llaman "Sobre el tiempo, el ritmo y el montaje" y "Esculpir en el tiempo". Hay dos textos más al final ("Idea y guión" y "La configuración de la imagen cinematográfica") que son de lectura optativa.


Sobre el tiempo, el ritmo y el montaje.

Al tratar ahora acerca de las características específicas de la imagen fílmica, quiero de entrada rechazar la tan difundida opinión en teoría del cine según la cual la imagen fílmica tiene un carácter sintético. Me parece equivocada esa idea, porque de ella se deduciría que el cine se basa en artes afines y no posee medios de expresión propios. Lo que a su vez significaría que el cine no es arte. Pero es un arte.
La imagen fílmica está completamente dominada por el ritmo, que reproduce el flujo del tiempo dentro de una toma. El hecho de que le flujo del tiempo también se observe en el comportamiento de los personajes, en las formas de representación y en el sonido, es tan sólo un fenómeno concomitante que -hablando en teoría- podría falta sin que con ello se viera minada la obra cinematográfica en su esencia. Se puede uno imaginar en efecto, una película sin actores, sin música y sin construcciones, incluso sin montaje. Pero es imposible una película en la que en sus planos no se advierta el flujo del tiempo. Una película de ese tipo era La llegada del tren, de los hermanos Lumière, de la que ya he hablado. Películas de esta clase se realizaron también en el undergroun americano; y recuerdo una en que se observa a un hombre durmiendo. Después vemos cómo despierta ese hombre y en su despertar se encierra toda la magia de un inesperado y sorprendente efecto de estética cinematográfica.
A este respecto se puede recordar también una película, de diez minutos de duración, de Pascal Aubier, consistente en un solo plano. Al comienzo fija la vida de la naturaleza soberanamente serena, indiferente frente al desenfado humano y a las pasiones de los hombres. Con una técnica de cámara de gran maestría y virtuosismo, un pequeño punto se transforma más tarde en la figura de un hombre dormido, casi imperceptible entre la hierba en la ladera de una colina. Poco a poco se va llegando a un climax de gran dramatismo. De forma sensible se acelera el curso del tiempo, movido por nuestra curiosidad. De acuerdo con la cámara, nos vamos acercando lentamente, casi reptantes, a la figura para -cuando ya estamos a su lado- comprender que la persona allí tendida está muerta. Y un segundo después sabemos más: nos enteramos de que ese hombre no sólo está muerto, sino que fue asesinado a golpes. Y que se trata de un rebelde que ha fallecido a consecuencia de sus heridas y que ahora en el seno de la naturaleza -impasible y magnífica- ha cerrado para siempre sus ojos. Y la memoria, enérgica, nos lleva a acontecimientos sobrecogedores de nuestro mundo de hoy.
Subrayo otra vez que en esa película no hay un solo corte del montaje, ni trabajo de actores ni decoración alguna. Pero existe el ritmo de los movimientos del tiempo en esa toma, organizada según una dramaturgia en realidad bastante compleja.
No hay un solo elemento parcial de toda la película que pueda contener un sentido independiente: esta película es una obra de arte en su totalidad, en su unidad. De sus elementos parciales se puede hablar sólo en un sentido muy condicionado, cuando se separan tan sólo con el fin de realizar afirmaciones teóricas.
Tampoco se puede asentir a la idea de que el montaje es el elemento más importante para dar forma a la película, de que la película surge en la mesa de montaje, como afirmaban en los años veinte los partidarios de un “cine de montaje”, el cine de Kuleschov y Eisenstein.
A menudo -y con toda razón- se ha afirmado que todo arte trabaja necesariamente con un montaje, es decir, con una selección y nueva composición de partes y elementos. Pero la imagen fílmica surge en los planos y existe dentro de cada uno de ellos. Por eso, en el trabajo de rodaje tengo en cuenta el flujo de tiempo dentro del plano e intento reconstruirlo y fijarlo con precisión. El montaje, por el contrario, coordina planos ya fijados en cuanto al tiempo, estructura con ellos el organismo vivo de la película, en cuyas venas bulle con una presión rítmicamente variable el tiempo, que garantiza su vida.
En contraposición neta con la naturaleza del cine me parece que está también la intención de los representantes de un “cine de montaje”, según el cual el montaje puede formar dos conceptos que en un cierto sentido producen una tercera idea. Pero un juego conceptual no puede ser la meta de ningún arte y su naturaleza tampoco es una asociación arbitraria de conceptos. Cuando Pushkin hablaba de que la “poesía tenía que ser un poco simple”, probablemente estaba pensando en el carácter concreto de lo material, a lo que está unida la imagen, que de forma mágica y misteriosa se inclina a las esferas de lo espiritual.
La poética del cine se opone al simbolismo y está apegada a esa sustancia declaradamente terrenal, con la que tenemos que tratar hora tras hora. Cómo el artista selecciona ese material, cómo fija ese material -desde una sola toma-, es lo que demuestra con seguridad si un director tiene talento, sensibilidad cinematográfica o no.
El montaje, al fin y al cabo, no es otra cosa que una variante ideal de dimensiones de rodaje ensambladas unas a otras, una variante incoada ya desde el principio en el material fijado en el celuloide. El montar bien una película significa no perturbar la relación orgánica de las escenas y planos que, por decirlo de algún modo, ya se han premontado, puesto que en su interior existe una ley según la cual corresponden unas con otras, una ley que hay que adivinar al cortar y unir cada una de las partes. Hay veces en que no es tan fácil dar con las interconexiones y las relaciones de las tomas, especialmente cuando una toma se ha realizado con imprecisión. Entonces, al trabajar en el montaje se llega no a un ensamblaje sencillo, lógico y natural, sino a un proceso costoso, en que se busca un principio de ligazón de las tomas entre sí, y en el que, a pesar5 de los pesares, va apareciendo poco a poco la unidad que yace en ese material.
Surge aquí una curiosa reminiscencia: por las características que el material ha adoptado ya durante el rodaje se organiza en el montaje la construcción de la película misma. Por el carácter de los cortes va corrigiendo la sustancia del material filmado.
Apoyándome en mis propias experiencias puedo afirma que el montaje de El espejo estuvo unido a ingentes esfuerzos. Hubo más de veinte variantes de corte; y no me estoy refiriendo a cortes concretos que se cambiaras, sino a modificaciones de la estructura, del orden de los episodios. Hubo momentos en los que incluso parecía que era imposible montar aquella película, lo que hubiera puesto de manifiesto graves e imperdonables fallos durante el rodaje. Una y otra vez la película se desmoronaba, se negaba a ponerse en pie, se desperdigaba ante nuestros ojos; no tenía unidad, unión interior, coherencia lógica. Pero un buen día, intentándolo a la desesperada por última vez, surgió de repente una cerrada y coherente unidad de imágenes. El material cobró vida y los elementos, las partes de la película entablaron relaciones funcionales mutuas y se unificaron hasta formar un sistema preciso, orgánico. Cuando vi en la sala este último y desesperado intento, la película cobró de repente su forma ante mis ojos. Aun mucho más tiempo después no conseguía creerme aquel milagro. Era cierto: el montaje de la película estaba terminado.
Todo aquello fe la prueba decisiva de lo que habíamos hecho al rodar. Estaba claro que la unión de las secuencias dependía del “estado interior” del material fílmico. Y si ese estado interior se había introducido en el material al rodar, si realmente había llegado allí y no nos habíamos engañado, entonces necesariamente se podría montar la película y construir una unidad. De cualquier otro modo eso no hubiera sido posible. Para poder llegar hasta una unión orgánica y adecuada de las secuencias y partes, tan sólo era necesario dar con la idea fundamental, con el principio de la vida interior del material filmado. Y cuando finalmente lo conseguimos, todos sentimos un enorme alivio.
En El espejo se forjaba el mismo tiempo que determina también cada una de las tomas. En esta película hay unos doscientos planos, lo que es muy poco si se tiene en cuenta que una película con esa duración suele tener en torno a los quinientos. Su escaso número determinaba en nuestra película la duración de cada uno de ellos. Pero el corte de los planos en el montaje y su estructura no crea -como se suele pensar- el ritmo de una película.
El ritmo de una película surge más bien en analogía con el tiempo que trascurre dentro del plano. Expresado brevemente, el ritmo cinematográfico está determinado no por la duración de los planos, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos. Si el montaje de los cortes no consigue fijar el ritmo, encones el montaje no es más que un medio estilístico. Es más, en la película el tiempo transcurre no gracias, sino a pesar de los cortes. Este es el transcurso del tiempo fijado ya en el plano. Y precisamente eso es lo que el director tiene que recoger en las partes que tiene ante sí en la mesa de montaje.
El tiempo fijado en un plano es lo que dicta al director el principio de montaje que corresponde en cada caso. Por eso aquellas partes de una película que no son “montables” -como se dice-, que no se pueden unir, son las que por principio trascurren en tiempos diferentes. Por eso, el “tiempo real” y un tiempo elaborado de modo artificial no se pueden montar: sería lo mismo que intentar montar cañerías de agua con dos diámetros diferentes. La consistencia temporal que recorre un plano, la tensión del tiempo que crece o se va “evaporando” eso lo podemos llamar la presión del tiempo dentro de un plano. Según eso, el montaje sería una forma de unificación de partes de una película teniendo en cuenta la presión del tiempo que se da en ellas.
La sensibilidad hacia la unidad de planos diferentes puede despertar con la unidad de la presión que determina el ritmo de una película.
¿Pero, cómo se puede sentir el tiempo de un plano? La sensibilidad surge si tras el acontecimiento visible se hace patente una verdad determinada e importante. Cuando se reconoce clara y nítidamente que lo que se ve en ese plano no se agota en aquello que se representas visiblemente, sino que tan sólo se insinúa algo que tras este plano se extiende de forma ilimitada, cuando hace alusión a la vida. Es igual a aquella infinitud de la imagen de la que ya hablamos. La película es más de lo que en realidad parece ser (siempre que se trate de una película en el verdadero sentido de la palabra. Del mismo modo, las ideas que expresa constituyen algo más que el autor de la película ha incluido conscientemente en ella. Del mismo modo que la vida, que fluye y se transforma continuamente y ofrece a cada persona la posibilidad de sentir y llenar cada momento de un modo propio, una película verdadera, con un tiempo fijado con precisión en el celuloide, pero que fluye por encima de los límites del plano, vive en el tiempo sólo cuando el tiempo a la vez vive en ella. La especificidad del cine radica precisamente en las peculiaridades de ese proceso recíproco.
Si esto es así, una película es algo más que unos rollos de celuloide rodados y ensamblados. Más que un relato y también más que un tema. Una película se separa de su autor y comienza a tener una vida independiente, que se transforma en forma y contenido al verse confrontada con la personalidad del espectador.
Si rechazo los principios de un “cine de montaje” es porque no permite que la película se extienda más allá de los límites de la pantalla. Porque no deja al espectador que someta lo que ve en la pantalla a su propia experiencia. Ese tipo de cine plantea enigmas al espectador, le hace descifrar símbolos y entusiasmarse por alegorías, apelando a su experiencia intelectual. Pero cada uno de esos enigmas tiene una solución formulada verbalmente con toda precisión. Así, Eisenstein arrebata a su espectador la posibilidad de tomar una postura propia al percibir lo que le muestra en pantalla. Si Einsentein, por ejemplo, relaciona en su película Octubre un orador revolucionario con una balaika, su método -en el sentido de la cita de Valery- se identifica con su objetivo. El modo de construir una imagen pasa a ser así un fin en sí mismo, y el autor de la película inicia un ataque frente al acontecimiento que se observa en la pantalla.
Si se comprara el cine con unas artes tan marcadas por el tiempo como la música o el ballet, la cualidad diferencial del cine consiste en que esas dos artes fijan el tiempo como una forma visible de lo real, mientras que un fenómeno fijado en celuloide se percibe en todo su acontecer completo, indivisible incluso cuando se trata de un tiempo subjetivo en extremo.
Se puede clasificar a los artistas en los que configuran su propio mundo y los que reproducen la realidad. Yo personalmente pertenezco, sin duda, al primer grupo. Lo cual no cambia para nada el hecho de que el mundo en el que creo es interesante para unos, mientras que deja fríos o incluso irrita a otros. Y tampoco cambia para nada el hecho de que ese mundo reproducido con métodos cinematográficos se ha de recibir como una realidad digamos que reconstruida objetivamente, una realidad de momentos fijados de forma inmediata.
Una obra musical puede ser interpretada de formas diferentes. Puede tener una duración variable. El tiempo, en ese caso, es tan sólo una condición de causa y efecto que se encuentra en un orden determinado, dado. El tiempo tiene, pues, un carácter abstracto, filosófico, en esa situación. En cambio, el cine es capaz de fijar el tiempo por sus características externas, accesibles a modo emocional. Así, en el cine, el tiempo se convierte en el fundamento de todos los fundamentos. Lo mismo que el tono en la música, el color en la pintura o los caracteres en el drama.
No es el ritmo una sucesión métrica de las partes de una película. El ritmo queda más bien constituido por la presión temporal dentro de los planos. Yo estoy profundamente convencido de que el ritmo es el elemento decisivo -el que otorga la forma- en el cine. No lo es, por otra parte, el montaje, según se suele creer.
Es patente que el montaje existe en todas las artes. Como sucesión de la selección y reordenación que necesariamente tiene que hacer el artista. Sin ese proceso no puede existir arte alguno. Ahora bien, el montaje cinematográfico sí que tiene algo específico, que es la coordinación del tiempo fijado en cada una de las partes que se han rodado. Montaje es unir partes mayores y más pequeñas de una película, partes con tiempos diferentes. Sólo una unión aporta la nueva sensibilidad para con la existencia de ese tiempo, que es el resultado de exclusiones, de aquellos que se corta y se tira. Pero las peculiaridades del corte están impresas ya en las partes que se montan, como ya hemos explicado. Y el montaje como tal no aporta una nueva cualidad y tampoco la reproduce de nuevo, sin que tan sólo saca a la luz del día lo que ya estaba impreso en los planos que ahora se juntan. El montaje queda anticipado ya durante el rodaje y determina desde el principio el carácter de lo que se va rodando. Del montaje depende la longitud del tiempo, la intensidad de su existencia, fijada por la cámara. No hay, pues, símbolos, formas de composición puestas en escena con gran refinamiento. Y tampoco hay dos conceptos unívocos, cuya confrontación -según una teoría cinematográfica ya harto conocida- causa un “tercer sentido de las ideas”. Nada de eso: es más bien la variedad de la vida percibida y fijada en una toma.
Que mi apreciación es correcta lo confirma la experiencia del propio Einsentein. El ritmo, que él ve en dependencia directa del montaje y de los cortes, demuestra que sus presupuestos teóricos son incorrectos y lo demuestra allí donde el montaje modifica la intuición y las partes del montaje no se llenan con la presión temporal que exige el montaje. Como ejemplo, podemos fijarnos en la batalla en el lago Peipus, en la película Alexander Nevski, del propio Eisenstein.
Sin pensar en la necesidad de dar a las tomas la tensión temporal correspondiente, Eisenstein intenta reproducir aquí el dinamismo interior de la batalla montando una sucesión de partes cortas, incluso demasiado cortas. A pesar del flamear -como relámpagos- de las tomas, el espectador imparcial percibe la sequedad y la falta de naturaleza de lo que se le muestra en la pantalla; al menos ese espectador a quien aún no se le ha “convencido” de que aquello es un “clásico” con un “montaje también clásico”, tal como se enseña en la Escuela de Cinematografía. Esto sucede porque en Eisenstein no hay una probabilidad temporal en cada una de las tomas. Cada plano, visto por separado, es estático y anémico. Surge así, naturalmente, una contradicción entre el contenido interno de un plano, que no fija proceso temporal alguno, y la rapidez del montaje, que es totalmente artificial, absolutamente exterior, indiferente al tiempo que ha transcurrido en el plano. No se comunica al espectador el efecto pretendido por el artista, porque éste no se ha preocupado para nada de llenar el plano con un sentimiento real del tiempo en aquella legendaria batalla. No se recrea el acontecimiento, sino que se banaliza, artificial y arbitrariamente.
El ritmo, en el cine, se transmite a través de la vida del objeto visible, fijada en el plano. Así, del movimiento de los juncos se puede reconocer el carácter de la a corriente del río, la presión del agua. Del mismo modo, el proceso vital que la toma reproduce en su movimiento informa del movimiento del tiempo.
El director demuestra su individualidad sobre todo por su sensibilidad de cara al tiempo, por medio del ritmo. El ritmo adorna su obra con características de estilo. El ritmo no se construye pensando arbitrariamente ni de forma meramente especulativa.
En el cine, el ritmo surge orgánicamente, en correspondencia al sentimiento de la vida que tiene el propio director, en correspondencia as su “búsqueda del tiempo”. Yo tengo la impresión de que, en una toma, el tiempo tiene que discurrir de forma independiente y con su propia dignidad. Únicamente entonces las ideas encuentran un sitio en él, sin presurosa intranquilidad. La sensibilidad del ritmo es lo mismo que -por ejemplo- la sensibilidad de la palabra exacta en la literatura. Una palabra inexacta en determinada obra literaria destroza el carácter verídico de ésta, de la misma manera que un ritmo impreciso lo hace en la obra cinematográfica.
Pero aquí se llega a una dificultad natural. Supongamos que quiero que en una toma el tiempo discurra con su propio valor y de forma independiente, para que no se dé al espectador la impresión de ser forzado a algo, para que voluntariamente se entregue a ser “prisionero” del artista, percibiendo el material de la película como su propio material, adoptándolo como una experiencia nueva, absolutamente suya. Sin embargo aquí hay una aparente contradicción. Porque el sentimiento del tiempo del director en cualquier caso supone forzar al espectador. Del mismo modo se le impone el mundo interior del director. O bien el espectador “cae” en tu propio ritmo (en tu mundo) y se convierte en tu aliado o bien no lo hace, lo que significa que no se llega a comunicación alguna. Por eso hay espectadores afines y otros absolutamente extraños, lo que para mí no sólo es absolutamente natural, sino también -desgraciadamente- inevitable.
Por ello considero que forma parte de mí, como profesional, el crear un flujo de tiempo propio, individual, reproducir en las tomas mi propio sentimiento del tiempo, que puede ir desde un ritmo de movimientos perezosos y de ensueño, hasta otro en rebeldía, desaforadamente rápido.
El modo de estructurar el montaje perturba el flujo del tiempo, lo interrumpe y le concede una nueva calidad. La trasformación del tiempo es una forma de su expresión rítmica.


Esculpir en el tiempo.


El ordenar y estructurar las tomas con una tensión temporal conscientemente distinta no debe corresponder a la vida a causa de ideas arbitrarias, sino que tiene que estar determinado por la necesidad interior, tiene que ser orgánico para la materia de la película en su totalidad. Pues si queda perturbado lo orgánico en las transiciones, aparecen de inmediato los acentos del montaje, que el director en realidad quería camuflar.
La coordinación de planos diferentes en cuanto al tiempo lleva sin querer a una ruptura del ritmo. Pero si tal coordinación ha venido siendo preparada por la vida interior de los planos que se montan, puede que resulte ser imprescindible para lograr el ritmo de las imágenes. Basta pensar en las diferentes formas posibles de tensión. Hablando simbólicamente, en las diferencias entre arroyo, río, catarata y océano. Su coordinación origina un cuadro rítmico único, una innovación orgánica creada por la sensibilidad temporal de su autos.
Como la sensibilidad temporal es un elemento de la percepción viva de un director y la presión del ritmo de las partes montadas es la que dicta los cortes, en el montaje se manifiesta también la mano del director. El montaje expresa la relación del director con su idea y a través del montaje se da forma definitiva al modo de ver el mundo que tiene el director. En mi opinión, no se puede decir que es muy profundo un director que es capaz de montar sus películas de formas muy distintas. El montaje de Bergman, Bresson, Kurosawa o Antonioni siempre se reconoce al momento. Nunca se confundirá con el otro. Pues su sensibilidad por el tiempo, que es lo que se expresa en el ritmo, es siempre la misma.
Por supuesto que es necesario dominar las leyes del montaje con la misma perfección que todas las demás leyes del oficio al que uno se dedica. Pero el trabajo creativo comienza en el momento en que se infringen y deforman esas leyes. Así, del hecho de que León Tolstoi no era un estilista tan consecuente como Iván Bunin y de que las novelas de aquél no tengan la elegancia y la perfección de un relato de Bunin, es imposible deducir que Bunin es “mejor” que Tolstoi. Más bien se tiene a perdonar a Tolstoi sus frases ampulosas, inmotivadamente largas. Es más, uno llega a apreciarlas como algo específico que refleja la individualidad de Tolstoi.
Si se extrapolan del contexto las descripciones de personas que encierran las obras de Dostoievski, uno tiene ante los ojos, sin quererlo, personas bellas con labios marcados, caras pálidas, etc.. Pero como aquí no estamos hablando de un artesano cualquiera, sino de un artista y un filósofo, en realidad esto carece de importancia. Bunin, que tenía una extraordinaria estima por Tolstoi, opinaba que la novela Ana Karenina era un tremendo fracaso y, como se sabe, intentó rescribirla sin éxito. Es como con materiales orgánicos: sean buenos o malos, siempre son orgánicos vivos, cuya vida no conviene perturbar.
Lo mismo sucede con el montaje; no basta con dominarlo con virtuosismo. Hay que saber por qué motivo se lleva al cien, qué es lo que en realidad se quiere decir y por qué eso se quiere decir precisamente con la poética del cine. Hay que decir que en los últimos años, uno se encuentra cada vez con más gente joven que nada más salir de la Escuela de Cinematografía están dispuesto a hacer lo que en Rusia es “necesario” o lo que mejor se paga en Occidente. Esto realmente es una tragedia. Los trucos del oficio, en el fondo, son muy secundarios. Todo eso se puede aprender. Lo que no se puede aprender es a pensar con dignidad e independencia, lo mismo que tampoco se puede aprender a ser una personalidad individual.
Quien por una vez ha traicionado sus principios, tampoco en el futuro podrá adoptar una actitud limpia frente a la vida. Y si un director de cine dice que está haciendo una película de compromiso para ir reuniendo fuerza para aquella otro película con la que sueña, eso es un fraude -lo que es peor-, se está engañando a sí mismo. En ese caso nunca rodará su película.


Idea y guión.


Desde los primeros pasos de su trabajo hasta que termina su película, el director se va encontrando con tantas personas que tropieza con tales dificultades y con problemas a veces insolubles en apariencia, que parece que se dan todas las condiciones para que olvide por qué empezó a hacer aquella película.
Tengo que decir que, para mí, el problema del primer esbozo tiene que ver mucho más con el modo de mantener su forma “infantil”, originaria, que con su mismo origen. Es, sobre todo, un estímulo para el trabajo, una especie de símbolo de la futura película. Porque aquella primera idea, por las precipitaciones del trabajo, tiende a deslavazarse, a deformarse y quedar destruida.
El camino hacia la terminación de la película está orillado de dificultades interminables: desde la producción del primer esbozo hasta el acabado de las copias. Y no estamos hablando sólo de las complicadísimas técnicas de realización de una película, sino también de que la realización de una idea cinematográfica depende de tal cantidad de personas que éstas tienen que verse atraídas por un proceso creativo.
Si un director, al trabajar con los actores, no consigue imponer la idea que tiene de los personajes, toda su idea se tambalea. Si el director de fotografía no ha entendido bien su función, la película -aunque formalmente se haya filmado a la perfección- se parta del eje de la idea inicial y pierde su unidad.
Y hasta un decorado y unos edificios excelentes, el orgullo de quienes los prepararon, estorbarán en la película y contribuirán al fracaso de ésta, si no están marcados por aquel impulso fundamental que determinó al director en su proyecto. Y si el compositor de la banda sonora escapa al control del director y compone siguiendo sus propios impulsos, sale algo muy diferente de lo que en realidad necesitaría la película. Con lo que una vez más la idea madre corre peligro de no ser realizada.
Sin exagerar, se puede decir que el director, en cada uno de sus pasos, se arriesga a convertirse en mero espectador, que simplemente observa lo que ha escrito el guionista, interpreta el actor, rueda el cámara, y observa finalmente cómo se corta y monta su película. En la producción comercial en cadena esto es así. Allí, según parece, la única función del director consiste en coordinar los esfuerzos profesionales de cada uno de los miembros del equipo. Es decir, es muy difícil empeñarse en realizar tu propia película, la película de un autor, cuando todos tu esfuerzos, que tienen a que lo pensado una vez no se vaya totalmente al garete, chocan con las condiciones de la rutina normal en la producción. Sólo si se conserva la frescura y la vida de la idea madre del director se podrá esperar un éxito.
Debo adelantar que nunca he considerado que el guión sea un género literario propio. No; cuanto más cinematográfico sea aun guión, menos éxito literario tendrá; no le sucederá lo que pasa con una obra teatral. También en la práctica se aprecia esto: hasta ahora, nunca un guión cinematográfico ha conseguido realmente un cierto nivel literario. ,
En realidad, no entiendo por qué una persona con cualidades literarias -si excluimos motivos meramente económicos- puede querer llegar a ser guionista de cine. Un escritor debe querer escribir. Y quien esté en condiciones de pensar en imágenes cinematográficas..., que se haga director de cine. Pues la idea, el esbozo y la realización de una película son funciones y responsabilidades del director-autor, que en caso contrario no podría dirigir las labores de rodaje.
Por supuesto que un director puede buscar ayuda en un literato que le sea afín; esto es lo que suele suceder. En este caso, el literato -ya como coautor del guión- participa en la elaboración de la “base literaria”. Siempre y cuando comparta la idea del director y esté dispuesto a someterse plenamente a ella, sin perder la capacidad de desarrollar de forma creativa esa idea, de enriquecerla en la dirección que ambos acordaron.
Si un guión tiene la belleza y la magia de una obra literaria, sería mejor que fuera una obra en prosa y no un guión. Si en ellos queremos ver la base literaria de nuestra futura película, primero hay que convertirla en un guión, es decir, en base verdadera para los planos de una película. Pero eso será un nuevo guión, elaborado, en el que con medio literarios se presenta un equivalente fílmico.
Pero si un guión es desde el principio una descripción exacta del proyecto de la película, es decir, si en él se indica sólo qué se rueda y cómo, entonces tenemos algo así como el acta de la futura película, algo que nada tiene que ver con la literatura.
Si el guión se transforma considerablemente durante el proceso de rodaje (lo que suele suceder casi siempre en mis películas), entonces aquél pierde su perfil y es interesante ya sólo para los especialistas, que estudien la historia del proceso de elaboración de una película determinada. Estas variantes, continuamente en transformación, podrían interesar a los investigadores que se dediquen a estudiar la naturaleza de la creación cinematográfica, pero en ningún caso pueden pretender ser un género literario independiente.
Un guión con su forma literaria perfecta sólo sirve para convencer a los productores de que la futura película será un buen negocio. Aunque un guión así -por qué negarlo- no supone garantía alguna de la calidad de la futura película: sabemos de docenas de películas malas hechas con guiones aparentemente “buenos”. Ya también conocemos ejemplos al revés. Tampoco es ningún secreto que un guión no se elabora de verdad hasta que no se ha admitido o adquirido. Para poder realizar ese desarrollo, el director tiene que saber escribir o estar en estrecho contacto, como coautor, con sus colegas literarios, para poder dirigir certeramente que estoy hablando de las películas en que el director verdaderamente es autor.
Al principio, al elaborar el guión de dirección, me esforzaba por ver en espíritu una imagen bastante exacta de la futura película, incluso de su puesta en escena. Hoy, en cambio, tiendo a desarrollar tan sólo una idea bastante aproximada de la futura escena o plano, para que puedan éstos surgir luego en el rodaje con mayor espontaneidad. Pues las circunstancias exteriores en el lugar del rodaje, el ambiente, el estado de ánimo de los actores, todo eso lleva a soluciones nuevas, originales, inesperadas. La vida es más rica que la fantasía. Por eso, tiendo cada vez más a pensar que se debe ir al rodaje preparado, sí, pero sin idea preconcebidas, para poder depender así del ambiente de la escena y tener más libertad en el momento del rodaje sin haber pensado exactamente qué íbamos a rodar. Pero, ahora, a menudo pienso que la idea siempre es especulativa y hace que se seque la fantasía. Y que quizás fuera sensato no pensar en ella durante algún tiempo.
Basta pensar en Proust:


”Las torres de la iglesia parecían tan lejanas, y también parecía que nos íbamos acercando poco a ella, por lo que me sorprendí cuando después paramos juntos a la iglesia de Martinville. No sabía por qué me había hecho feliz verlas en el horizonte y la necesidad de buscar el motivo suponía una lacerante carga; sentía ganas de conservar en mi memoria el recuerdo de las líneas que se movían y de no pensar más en ellos... Sin decirme que lo que se escondía tras las torres de Manrtinville tenía que corresponder a una frase conseguida, puesto que se me había revelado bajo la forma de palabras que me hacían feliz, pedí al doctor lápiz y papel, y a pesar del vaivén del coche redacté, para descargar mi conciencia y también por entusiasmo, el siguiente breve texto en prosa... Nunca más recordé aquellas líneas, pero en aquel entonces, cuando las había terminado, en aquélla esquina del pescante donde el cochero solía dejar en una cesta las aves compradas en el mercado de Martinville, sentía que me había liberado con tal perfección de aquellas torres y de todo lo que significaban, que, como si fuera una gallina que acaba de poner un huevo, comencé a cantar con vos chillona".


Exactamente, lo mismo me sucedió a mí: las imágenes de mi niñez, que me persiguieron durante años, robándome la tranquilidad, se desvanecieron de repente. Dejé de ver en mis sueños la casa en la que habíamos vivido hacía tanto tiempo y que durante muchos años había aparecido en mis sueños... Pero si ahora hablo de ellos, me estoy adelantando a los acontecimientos, estoy comentando lo que pasó cuando ya había terminado El espejo.
Por aquel entonces, sin embargo, algunos años antes del rodaje de esta película, decidí simplemente fijar en un papel los recuerdos que me atormentaban, sin pensar todavía en una prelícuala. Quería componer una historia sobre la evacuación en los años de la guerra; lo principal sería la historia relacionada con el instructor militar. Pero este tema resultó ser demasiado insignificante para estar en el centro de un relato o de una novela. Por eso lo dejé estar. Pero aquella historia, que tanto me había impresionado durante mi niñez. Seguía atormentándome, seguía viviendo en mi memoria y finalmente entró en la película como un pequeño episodio.
Cuando finalmente dispuse del primer guión de El espejo, que entonces aún se llamaba Un día blanco, blanquísimo, vi con claridad que el esbozo de la película me resultaba muy borroso. Un recuerdo fílmico tan poco meditado, lleno de tristeza elegíaca y de ansiosa nostalgia de la niñez, eso no era lo que quería plasmar en cine. Me di cuenta, claramente, que en aquel guión faltaba algo enormemente sustancial. Y, efectivamente, la primera vez que lo comentamos, aún no había nada del alma de la película, algo que debía hallarse por algún lado, flotando en el ambiente. Comenzó a perseguirme la necesidad de una idea constructiva que elevara esta película por encima del insignificante nivel de unas reminiscencias líricas.
Así nació un nuevo guión: deseaba mezclar los episodios de la niñez con diálogos auténticos con mi madre. Quería así comparar dos percepciones análogas del pasado (la del narrador y la madre), que al espectador se le presentarían otra, pero pertenecientes a dos generaciones distintas. Aún hoy soy de la opinión de que con ellos se hubiera podido conseguir un efecto interesante, inesperado y en muchos aspectos imprevisible...
Sea como fuere, no me causa tristeza que luego tuviera que olvidarme de esa composición, que además era demasiado directa y burda, y que tuviera que sustituir todos los diálogos con mi madre -previstos incluso en el guión- por escenas interpretadas. Porque no había notado nada de aquélla unidad orgánica de los elementos ficticios y los documentales, que era lo que yo me había imaginado. Era más bien lo contrario: los dos tipos de elementos se repetían y su montaje me parecía una combinación meramente formal, de aspecto especulativo e ideológico, es decir, una unidad muy endeble. La cosa era así porque aquellos dos elementos estaban marcados por conceptos divergentes en cuanto al material, por tiempos diferentes con una tensión diferente: por el tiempo real, exacto, de la entrevista y por el tiempo del autor en los episodios de los recuerdos, reproducidos con procesos de carácter ficticio. Y además, todo aquellos recordaba vagamente al “cinéma vérité” de Jean Rouch, lo que no me gustaba nada.
Los pasos de un tiempo deformado, subjetivos, a un tiempo real, documental, siempre me resultan muy dudosos, convencionales, monótonos... ¡una partida de ping pong!.
Si me alejaba entonces, pues, del montaje de una película rodada en dos niveles, eso no significa que en el montaje de material ficticio y documental sea siempre inviable. Todo lo contrario: precisamente en El espejo se consiguió en mi opinión una convivencia absolutamente natural de las citas del reportaje y las escenas cinematográficas. Es tan natural que más de una vez oí comentar que las partes documentales integradas en El espejo, en realidad las había escenificado yo, al “estilo documental”, es decir, que eran ficticias. La unidad natural ha surgido porque había conseguido encontrar material documental de una calidad absolutamente extraordinaria.
Tuve que mirar muchos miles de metros de celuloide hasta encontrar las tomas de la marcha del ejército soviético por el lago Sivach, escenas que me sobrecogieron absolutamente. Nunca, nunca, me había encontrado algo parecido. Lo normal era dramatizaciones no especialmente buenas que decían ser tomas documentales de la “vida cotidiana” en el frente. Pero en realidad eran tomas muy especiales en las que se notaba que gran parte del material estaba preparado de antemano y que había poco de verdad, auténtico. No veía posibilidad alguna de coordinar toda aquella colección para conseguir un sentimiento único del tiempo. Y, de repente, me encuentro frente a un acontecimiento, o mejor un episodio, que -algo muy raro en un reportaje- se desarrollaba en una unidad de tiempo, lugar y acción, narrando uno de los acontecimientos más dramáticos en el avance del ´43. Un material absolutamente único. Es casi increíble que para una sola toma se “sacrificara” tanto celuloide. Cuando en la pantalla aparecieron esos hombre, como viniendo de la nada.víctimas de un destino trágico, muertos de agotamiento por un trabajo inhumano que superaba sus fuerzas, al ver aquellos vi también de inmediato que ese espisodio y ningún otro, sería el centro, el núcleo, el corazón de mi película que había comenzado como un recuerdo lírico auténtico.
Ante nosotros estaba una imagen de sobrecogedora fuerza y dramatismo. Y esto era precisamente lo que me afectó muy personalmente, lo que conmovió el fondo de mi corazón... Y precisamente esa escena es la que luego yo debería eliminar de la película, según me exigía el presidente del Goskino. Las imágenes narraban las torturas y los sufrimientos con los que se consigue el llamado “progreso histórico”. Los innumerables sacrificios humanos en los que siempre se basará. Era imposible creer, aunque sólo fuera durante un segundo, en aquellos sufrimientos, en su absoluta falta de sentido. El material estaba hablando de la inmortalidad y la poesía de Arseni Tarkovski era como el marco aquel episodio, el marco que lo perfeccionaba. Lo que nos fascinó fue la dignidad estética, que daba a aquel documento cinematográfico una sorprendente fuerza emocional. La verdad fijada de forma sencilla y exacta en el celuloide de ese modo dejaba de ser tan sólo similar a la verdad. Pasaba a ser una imagen de la heroicidad y del precio de aquella heroicidad. Pasó a ser la imagen de un cambio histórico por el que se tuvo que pagar un precio increíble. No me cabe la menos duda de que aquel material había sido rodado por una persona de gran talento. La imagen era especialmente dolora, especialmente penetrante, porque sólo se veían personas. Bajo un cielo blanquecino, plano, personas metidas hasta las rodillas en el barro húmedo, y barro hasta donde llegaba la vista. De allí no volvía casi nadie. Todo esto es lo que otorgaba una dimensión y una profundidad especiales a aquellos minutos registrados en celuloide, despertando sentimientos muy cercanos al sobrecogimiento, a la catarsis.
Algún tiempo después me enteré de que aquel cámara que había realizado aquellas tomas había caído ese mismo día en que había fijado lo que sucedía a su alrededor, con tan sorprendente sensibilidad...
Cuando ya sólo nos quedaban por rodar unos 400 metros -13 minutos- de El espejo, la película como tal aún no existía. Ya estaban ideados y filmados los sueños infantiles del narrador. Pero tampoco ellos conseguían dar una forma unificada a la película. La película, en su estructura definitiva no surgió hasta que se nos ocurrió la idea de introducir en el esquema narrativo al narrador, que no estaba previsto ni en la idea ni en el guión.
Estábamos muy satisfechos con la labro de Margarita Terechova, que hacía el papel de la madre del narrador. Pero durante todo el rodaje teníamos la impresión de que su papel, tal como estaba previsto al principio, no correspondía plenamente a las enormes posibilidades de la actriz. Así, decidimos añadir episodios nuevos, y la Terechova asumió un nuevo papel: el de mujer del narrador. Sólo después se nos ocurrió la idea de mezclar en el montaje episodios del pasado del narrador con otros de su presente.
En los diálogos de los nuevos episodios, al principio intenté, junto con mi coguionista Alexander Misjarin, un hombre muy capaz, aplicar las ideas programáticas sobre las bases estéticas y éticas de la obra creativa. Pero finalmente, gracias a Dios, conseguimos no hacerlo, aunque -según espero- logramos introducir algunas de estas ideas a lo largo de la película, de forma menos llamativa.
Si narro con tanto detalle cómo surgió El espejo es para dejar claro que el guión posee para mí una estructura muy frágil; vive siempre en continuo cambio; la película no surge hasta que se ha terminado de trabajar en él, con todos los pasos requeridos. El guión no proporciona más que material para la reflexión, pero hasta el final no puedo superar el sentimientos perturbador de que la película aún puede malograrse.
También debo decir que trabajando precisamente en El espejo se expresaron de forma nítida algunas de mis más estables ideas creativas. También en películas anteriores se añadió mucho, se completó durante el rodaje, aunque aquellas películas se basaban en guiones mucho9 más definidos en cuanto a la composición. Pero cuando empezamos a trabajar en El espejo no quisimos -concientemente, por principio- programar la película. Para mí, en ese caso, resultaba mucho más importante darme cuenta de cómo se iba “organizando” la propia película, ella sola, durante el rodaje, en contacto con los actores, en el montaje de los decorados y en el “vivificar” las tomas en exteriores.
Y no teníamos una concepción para un plano o un episodio considerado como una unidad visual ya conformada. Nos dábamos cuenta, eso sí, del ambiente y también de las situaciones anímicas que exigían de inmediato una correspondencia exacta, precisa, en imágenes. Cuando “veo” algo antes de los planos, cuando me imagino algo, es ante todo la situación interior, el carácter interno de tensión de las escenas que han de ser filmadas, el estado psíquico de los actores. Pero aún no sé nada de la forma exacta en la que se debe transforma todo aquello. Me dirijo al plató para comprender definitivamente de qué modo se debe expresar toda esa situación en el celuloide. Y cuando lo he entendido, empiezo a rodar.
En El espejo tenemos el tema de la vieja casa en que transcurrió la niñez del narrador, donde nació y donde vivían sus padres. Reconstruimos aquella casa, castigada por el tiempo; la reconstruimos con gran exactitud, siguiendo viejas fotografías e hicimos que “resurgiera” sobre los mismo cimientos y en el mismo lugar en que había estado cuarenta años antes. Cuando llevamos allí a mi madre, que había pasado su juventud en aquel lugar y en aquella casa, su reacción al verla superó mis más ilusionadas expectativas. Regresó al pasado. Y en ese momento me di cuenta de que íbamos por buen camino: en ella, la casa provocaba los mismo sentimientos que queríamos expresar en nuestra película...
Frente a la casa había un campo. Recuerdo que por aquel entonces entre la casa y el camino que llevaba al pueblo vecino, había un campo de alforfón. Cuando florece resulta una imagen fantásticamente bella. Su color blanco, que semeja un campo nevado ha quedado grabado en mi memoria como un detalle característico, esencial, de mis recuerdos de niñez. Pero cuando, buscando un lugar para rodar llegamos allí, no pudimos descubrir alforfón: los campesinos llevaban mucho tiempo sembrando trébol y avena. Cuando les pedimos que volvieran a sembrar alforfón para nosotros, nos aseguraron con gran convicción que allí no podía crecer, y aquella tierra era totalmente inadecuada. Y cuando por nuestra cuenta y riesgo arrendamos aquel campo y sembramos alforfón, este floreció magníficamente, para gran sorpresa de los campesinos. Este éxito nos pareció un buen comienzo, una señal de que todo iba a ir bien. Y además mostró a las claras las cualidades específicas de nuestro recuerdo, su capacidad de penetrar a través de una capa que el tiempo había extendido. Y este era el tema de la película, esta era la idea que le daba consistencia.
No sé qué hubiera sido de la película si el campo de alforfón no hubiera florecido... Fue para mí tremendamente importante que floreciera...
Cuando comencé a trabajar en El espejo, me venía una y otra vez esta reflexión a la cabeza: una película de verdad, en la que uno se entrega en serio a su tarea (por no hablar de misión) no es un trabajo más, sino que es en cualquier caso un acto humano que condiciona tu destino. En esta película, por primera vez, me había decidido a hablar de forma inmediata y sin reserva alguna de lo que para mí es lo más importante, lo más querido, lo más íntimo.
Cuando los espectadores hubieron visto El espejo, resultó dificilísimo dejar claro que detrás de la película no había otra intención; una intención escondida, cifrada. Si explicaba que la película estaba marcada exclusivamente por el deseo de decir la verdad, despertaba a menudo desconfianza y decepción.
A algunos espectadores, esta explicación no les parecía realmente suficiente. Se dedicaban buscar símbolos ocultos, intenciones: el secreto. No estaban acostumbrados a la poesía fílmica, en imágenes, lo que a su vez me decepcionó mucho.
Estos eran los espectadores. Mis colegas, en cambio, se abalanzaron sobre mí, acusándome de insinceridad y sospechando que únicamente había querido hacer una película sobre mí mismo. Sólo una cosa nos salvó: la confianza de que aquel trabajo tenía que ser tan importante para el espectador como nosotros mismo. La película quería reconstruir la vida de personas a las que quiero infinitamente y a las que conozco muy bien. Yo quería hablar de los sufrimientos de una persona a la que le parece que nunca podrá pagar a las personas que ama por su cariño, por todo lo que le están dando. Que cree que no les quiere suficientemente, y que esto es para él realmente un pensamiento que le atormenta, que no puede soportar.
Cuando se empieza a hablar de cosas que son muy importantes para uno mismo cuesta soportar las reacciones adversas ante lo que se quiere decir, ante lo que se afirma. En cualquier caso, uno quiere proteger aquellos frente a la incomprensión. Nos preocupaba mucho cómo reaccionarían los espectadores frente a aquella película. Pero con una tozudez verdaderamente apasionada creíamos que la entenderían. Los acontecimientos posteriores confirmaron nuestras esperanzas. Las cartas de espectadores citas al comienzo del libro son muy elocuentes al respecto.
En El espejo yo no quería hablar de mí mismo, sino de los sentimientos que tengo frente a las personas que me son próximas, de mis relaciones con ellas, de mi perpetuo sentimiento hacia ellas, pero también de mi fracaso y del sentimiento de culpa que por ellas siento. Los acontecimientos que el protagonista recuerda -hasta su último detalle- en el momento de su más grave crisis, esos acontecimientos le hacen sufrir, despiertan en él nostalgia, inquietud.
Al leer una obra de teatro se puede entender su sentido. Ese sentido, en cada una de las puestas en escena, se puede interpretar de una manera diferente. La obra de teatro tiene, desde el principio, un perfil propio. Por el contrario de un guión no se desprende el perfil de la futura película. El guión muere con la película; y cuando una película extraiga sus diálogos de la literatura, el cine, en su esencia, no tiene una relación con la literatura. Una obra de teatro se convierte en literatura, porque las ideas son caracteres que expresan su esencia en diálogos. Y el diálogo es algo literario. En el cine, por el contrario, el diálogo es sólo uno de los elementos de la estructura material.
Todo aquél que en un guión pretende hacer literatura, más tarde, en el proceso de nacimiento de la película por principio y de forma muy consecuente, tiene que reelaborar su trabajo. La literatura ha de ser refundida hasta ser arte cinematográfico. Lo que significa que deja de ser literatura una vez que la película está hecha. Cuando ésta se ha rodado del todo, ya tan sólo queda lista para el montaje y a nadie se le ocurrirá decir que eso es literatura. Se parece más bien a la narración de lo que ha visto un ciego.


La configuración de la imagen cinematográfica.

La mayor dificultad en el trabajo con los decoradores y los cámaras es conseguir que, como todos los demás miembros del equipo sean verdaderos configuradores de la película: es muy importante que no sean meros receptores de órdenes, auxiliares indiferentes, sino configuradores con las mismas ideas, con los que compartimos sentimientos y reflexiones. Pero para conseguir que un cámara sea un “cómplice”, a veces hay que ser muy diplomático. Esto puede llevar hasta el extremo de que el director silencia su propia idea, su meta, para asegurarse de que el trabajo del cámara va a estar a la altura de su idea. A veces, incluso me vi obligado a guardar secreto sobre toda mi idea previa, para que el cámara se adentrar por el camino adecuado. Una historia muy aleccionadora me sucedió con el director de fotografía VadimYusov, con quien rodé todas mis películas, hasta Solaris.
Cuando Yusov leyó el guión de El espejo, se negó a colaborar en la película.
Argumentaba diciendo que la película tenia un carácter descaradamente autobiográfico, lo que le repugnaba por motivos éticos, y también le molestaba el tono abiertamente lírico de todo el relato y el deseo del director de hablar de sí mismo (esto lo decía también como recuerdo de las reacciones de mis compañeros ya mentadas. Por supuesto Yusov actuaba de forma noble y correcta. Realmente consideraba que mi postura no era lo suficientemente modesta. Pero cuando otro director de fotografía, Georgi Rerberg, hizo la película Vadim Yusov me confesó: “Lo siento, Andrei, ésta es tu mejor película...” Espero que también estas palabras fueran sinceras.
Dado que conocía a Vadim Yusov desde hacía mucho tiempo, quizá debiera haber sido más prudente: no debería haber dado a conocer toda mi idea; quizá debiera haberle dado el guión sólo por partes. Pero me resulta muy difícil actuar de forma distinta a mi modo de ser; no puedo ser diplomático con mis amigos.
En cualquier caso, en todas las películas que he podido hacer hasta ahora, he pensado que el director de fotografía es un coautor. Si trabajas en el cine, no basta con tener contactos estrechos con quienes colaboran contigo. La diplomacia de lo que acabo de hablar es realmente necesaria, pero -siendo sincero- he de decir que llegué a este convencimiento “post factum” y de modo meramente teórico. En la práctica nunca tuve secretos para mis colaboradores: nuestro equipo siempre fue un grupo inseparable, algo así coimo una banda de conspiradores decimonónicos. Pues mientras los colaboradores no estén fundidos orgánicamente unidos por medio de “un solo sistema”, no se podrá hacer una verdadera película.
Al rodar El espejo, nos esforzamos por permanecer siempre juntos y nos contábamos mutuamente qué e lo que conocíamos y amábamos, qué apreciábamos u odiábamos. Y juntos nos dedicábamos a dejar correr la fantasía respecto al futuro de nuestra película. Sin que importara para nada qué relevancia habría de tener la labor de cada miembro del equipo. Por ejemplo, el compositor Artemiev compuso muy pocas melodías para aquella película, pero contribuyó como todos los demás, pues sin él la película no sería la que es ahora.
Una vez preparados los decorados en el lugar en que había estado la vieja casa, todo el equipo de filmación, muy temprano, se dirigió hacia allí para esperar a que amaneciera: queríamos familiarizarnos con la especificidad de aquel pueblo, viviéndolo bajo un tiempo cambiante y a horas diferentes. Intentamos sentir lo que sentían aquellas personas que en tiempos vivían en aquella casa y que aquí, cuarenta años antes, habían pasado por muchos amaneceres y puestas de sol, lluvia y niebla. El ambiente de la casa, los recuerdos allí presentes se nos hicieron familiares: sentimos la unidad de modo tan fuerte que la finalizar cada día de trabajo, al salir de allí, nos hallábamos pesimistas y de mal humor; nos parecía que ahora era cuando teníamos que empezar a trabajar. Así de estrechas eran nuestras relaciones.
Esta relación entre los miembros del equipo resultó ser muy importante. En los momentos de crisis (que los hubo), en las discusiones con el director de fotografía, por ejemplo, yo perdía absolutamente los estribos. Todo se me iba de las manos y en ocasiones no pudimos trabajar durante días. Sólo después de encontrar el modo de entendernos y de haber reestablecido un equilibrio. Es decir, nuestra película salió adelante no por un plan de trabajo estricto y por una disciplina férrea, sino por un ambiente determinado dentro del equipo. Y además cumplimos con el plan de rodaje.
Se pueden mover montañas si se consigue que las personas que colaboran en realizar una idea, aún siendo muy distintas en cuanto a su carácter, temperamento y edad, pasen a formar algo así como una familia, animados por una pasión común. Y si en esa comunidad surge un ambiente genuinamente creativo, entonces pierde importancia la cuestión de quién tuvo una idea concreta, a quién se le ocurrió aquel plano genial o aquel magnífico efecto de luz, o a quién le vino la idea de filmar un objeto desde un ángulo especialmente apto. Por eso no se puede hablar de un papel predominante del director de fotografía, del director o del decorador. La escena es algo orgánico y desaparece toda ambición y egoísmo.
En lo referente a El espejo, cada cual podrá imaginarse cuánto tacto tuvo que desarrollar todo el equipo para aceptar como algo propio un concepto ajeno y además muy íntimo. Y un concepto que sólo podía transmitir a mis colegas con gran dificultad, con mayor dificultad aún que al espectador. Pues el espectador, hasta el día del estreno no es sino algo muy lejano, abstracto.
Para que, quienes forman el equipo, se abran a tu idea, hay que superar ciertas barreras así, una vez terminado El espejo, ya no se podía considerar como la historia de mi familia, pues de esa historia había participado todo un grupo de personas muy distintas: mi familia había crecido.
Bajo condiciones de una colegialidad realmente creativa, los problemas meramente técnicos pasan a un segundo plano. Para esta película el director de fotografía y el decorador hicieron no sólo lo que ya sabían hacer o lo que se les exigía, sino que intentaron una y otra vez superar sus posibilidades profesionales. Hicieron no sólo lo normal sino también lo que en cada caso les pareció necesario; y esto era mucho más que un trabajo artesanal en que el director de fotografía recoge sin más las propuestas del director que desde el punto de vista técnico le son bien conocidas. Sólo en estas condiciones se puede conseguir veracidad y sinceridad. El espectador no debe dudar que las paredes de los decorados están llenas de espíritu humano.
Uno de los problemas más serios de la representación en el cine es el de los colores. En primer lugar es absolutamente imprescindible reflexionar sobre la paradoja de que el color dificulta considerablemente la reproducción fiel de sentimientos verdaderos. El color en el cine es ante todo una exigencia comercial, no una categoría estética. Y por eso progresivamente van apareciendo de nuevo películas en blanco y negro.
El fijar colores de una calidad determinada es un problema fisiológico y psicológico, y el hombre normalmente no se fija mucho en ello. El carácter pictórico de una toma, que a menudo es sólo consecuencia mecánica de la calidad de la copia, recarga la representación con una convencionalidad adicional, que hay que superar si se quiere conseguir una adecuación a la vida.
Hay que esforzarse por neutralizar el color y evitar un efecto activo del color sobre el espectador. Si el color como tal pasa a ser el aspecto dominante de la toma, entonces el director y el director de fotografía están tomando prestados de la pintura métodos eficaces para influir sobre el público. La recepción por parte del espectador de una película corriente, profesionalmente digna, se parece mucho a la recepción de una revista “profusamente ilustrada”. Se está planteando el interrogante de las posibilidades expresivas de una fotografía en color.
Quizás se debería neutralizar el efecto activo del color por medio de una combinación de color con escenas monocromáticas, para reducir así el efecto de todo el espectro cromático. Si la cámara, como se dice, fija la vida real en el celuloide ¿por qué, casi siempre, le parece a uno que la película en colores es algo falso, escasamente sincero? La explicación me parece que se halla en el hecho de que en el caso de una reproducción mecánicamente exacta de los colores está ausente la posición del artista, que éste ha perdido su papel configurador y, por ello, tiene que prescindir de la posibilidad de elegir. La gama de colores tiene su propia lógica y el director ha perdido la batuta si la ha dejado en manos del proceso técnico. Es prácticamente imposible obtener una selección consciente que acentúe los elementos cromáticos del mundo real. Y por muy extraño que nos parezca, aunque el mundo que nos rodea tiene color, la película en blanco y negro reproduce su imagen con mayor cercanía a la verdad psicológica, naturalista y poética, correspondiendo, por lo tanto, mejor a la naturaleza de un arte que se basas en las características de la visión.
En el fondo, una película en color es el resultado de un debate que incluye la tecnología de la película en color y el color en general.